sábado, 21 de noviembre de 2009
Más apología de la lavadora (y de sus subespecies)
Hay distintos ruidos... El ruido del lavaplatos es más sincopado; el de la lavadora no, el de la lavadora es otro mundo, una simfonía entera. Estos ruidos que oímos sin necesidad de ser ciegos (y convertirnos en seres hipersensibles a los ruidos de la calle, a los mil ruidos que chocan con la percepción abierta al 100% de un invidente, como cuando de pequeños nos tapábamos los ojos y decíamos "¡No estoy!" oir, por ejemplo, dos señoras hablando de sus hijos, que ahora salen más, que nunca paran por casa, que tienen que preparar la cena; oir las motos de la calle y el silencio de la calle de repente sin motos; un carro de la compra siendo arrastrado; una persiana de alguna tienda que es bajada -ya son las nueve-; sentir el olor, también, de la tienda de tes). Andar por casa como ciegos. Lejos de la calle, de lo que solemos llamar vida o realidad. Otra realidad está en lo acuático de los lavados (del lavaplatos, de la lavadora), y de sus procesos cuyo funcionamiento casi nadie conoce, quizás ni el que diseñó la máquina, mucho menos el que la montó. Cabría preguntarse por quién o qué rige el mundo que se encuentra más allá de todo esto, del proceso de diseño y montaje de dichos autómatas de temporización interna, no sujetos al tiempo ni al destino, pero con sus misterios correspondientes a lo inexplicable del cambio: ruido, silencio, ruido más leve, otra vez silencio y, finalmente, el fin, como algo que ya estaba programado, como una cita de empresa o una maniobra como aparcar el coche o comprar el billete de metro e ir a trabajar. El cambio, en ello, en lo acuático doméstico de las máquinas: un misterio.
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